Llevo cinco días en cruenta batalla contra las huestes del mal, millones y millones de pequeños infiltrados que me atacan sin piedad desde todos los flancos y contra los que ni el caballero Paracetamol ni la intrépida princesa Codeína, logran victoria digna de mención entre tanto bicho.
El caballo de Troya llegó a casa un ventoso día de la semana pasada, y disfrazado de inofensiva criatura con trenzas empezó a lanzar pequeños guerreros entre toses y estornudos. Con todo, lo que confundí con un resfriado común se convirtió en poco más de 3 días en la madre de todas las guerras.
Cinco días de fiebre y delirios, donde sentía el dolor en cada centímetro de mi piel y una rabia feroz por no poder dominar mi cuerpo y encontrarme a merced de un enemigo cobarde e invisible, que me obligaba a moverme a ritmo de tango.